Mi razón tiene una pata rota y se ausenta convenientemente; por las tardes se va a dar la vuelta sin dejarme dicho cuándo vuelve: ni una notita en el refrigerador para saber cómo esconderme de la incongruencia.
Mis pasiones desconocen el límite siempre que pueden: son como niños despeinados que corren sin dirección sobre la hierba. Ríen y gritan, me encantan como si pudiera observarlas jugar -sentada en una poltrona al sol- mientras se raspan las rodillas, construyen puentes en el riachuelo y se llenan de tierra la cara, felices.
Y está mi cuerpo, marcado por cada una de las batallas pasadas, cansado y curvo, a ratos lleno de ritmo. Su superficie se cruza de tantos secretos, su interior hierve con tal facilidad, que no sé controlar la ráfaga de viento que lo envuelve ni resistir el calor que lo empapa.
Mi voluntad es la única que está siempre de mi parte. Para amar o irse en el peor momento de la fiesta, para empecinarse y retirarse cuando se apaga la última luz. Estoy aquí y me declaro libre de probar lo que se me antoja, de cuidarme tanto como me permiten mis enemigos, de quererlo todo y conformarme con lo que tengo.