domingo, febrero 26, 2006

Extraños regalos

La muerte es un regalo duro, difícil de aceptar. Ahora que me lo han hecho, miro todo de una nueva manera, distante y silenciosa. Puedo imaginar a cualquier persona en un ataúd, con la expresión terrible de quien ya no está ahí y ha dejado su cuerpo como triste testimonio de su ausencia.

Es normal pensar en esto cuando se han ido de forma tan repentina seres tan jóvenes y vivos como yo. La muerte de los que quieres te azota y te levanta del suelo, te suspende de la sonrisa y te devuelve a la tierra llorando como lo que eres en ese momento, una criatura asustada.

La maestra Nora dice en un libro que se eligen los aspectos de la realidad que nos afectan, que nos conforman. Me lo pregunto seriamente y pienso que en el caso de que estuviera en lo correcto, yo decidiría que todo esto no me afecta, que soy capaz de simbolizar y homenajear. Pero creo que no es verdad.

Puedo amar a los muertos y conservar la alegría. Seguir con esta vida y sin embargo amarga la certeza de que 2005 fue el último año de sus vidas; que ya de nada sirven los teléfonos o las direcciones, que para siempre se han perdido aquellas cosas que damos en llamar "nuestras". Hay otros, claro, para seguir amando y teniendo complicidades y construcciones, pero ya no aquellos que se fueron, que se van a ir diluyendo por necesidad en recuerdos y atesoramientos íntimos.

Es sólo eso, una amargura tenue que transforma mis pasos por las avenidas. Aquí, a mi lado, está el amor y la vida; desde un lugar desconocido aparece la mirada clara de José Luis Megchun, al que pensaba más lejos de lo que evidentemente está.

Siga pues, la vida. Ya no pienso darle más vueltas a un tema del que sólo puede decirse lo que se ignora. Vuelvo a tejer para alguien que aún no ha nacido, esperando que ilumine un poco con su misterio este extraño mundo. Vuelvo a leer y a peinarme antes de salir, presentándome al mundo tan hermosa como quiero ser.

lunes, febrero 06, 2006

Placeres del neurótico

Para estar realmente solo se deben abrir las cortinas y dejar entrar ese sol casi inmóvil de los días festivos. Levantar colillas, botellas de cerveza, envases de Fanta y montones de ropa que parecen niños cansados y dormidos en cualquier parte.

Ir descubriendo de nuevo el color del parquet, debajo de las cáscaras de estos últimos días, los kleenex, los cabellos caídos en el paso apresurado del cepillo en las mañanas laborales.

Doblar la ropa, quitarle su calidad de ser vivo durmiente y volverla a pedazo de tela, en su cajón o estante; amontonar en la tarja los vasos y las tazas, lavarlos a conciencia, sacarles un brillo discreto que luzca en la alacena.

Entonces sí, poder sentarse enmedio del orden a admirar el desmadre que se tiene dentro.