Aquí nadie se toca
porque somos todos de cristal.
No vaya a ser que nos rocemos
y quebremos nuestras finas aristas;
que no suceda que
abandonemos el brillo
y descubramos la aspereza
en el despostillamiento
de la personalidad.
Podemos mirarnos
desde los escaparates diseñados
para mantener el misterio
y regalarnos sonrisas sutiles,
verdades brutales suspendidas
del supuesto del deber.
O interrumpir silencios dorados
para emitir una sentencia,
amenazar invisiblemente
con la imaginación
algo que está muerto
desde hace mucho tiempo.
Estamos solos y con los otros:
vaya implacable verdad
con la que hay que lidiar cada vez
que movemos un músculo.
Y nos perforamos voluntariamente,
vivimos de atún y sonidos vegetales,
gritamos desde el otro lado del mar,
racionalizamos el amor que nunca para
o despreciamos la oportunidad.
Pero no nos atrevemos
a decir eso tan simple, eso que me dice
una voz cada vez que no me lo espero:
que estamos juntos, que podemos vernos
y reírnos de todo, construir y abandonar
porque no pasa nada, porque de todas formas
estamos lastimados desde el inicio
y lo que puedas sentir es ganancia
a la muerte que te espera en la otra esquina.
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