Para Silvana y Martínez
Prendo otro cigarrillo. Mi cuerpo tiembla levemente, sigo pensando en lo que estoy pensando y omito una reacción física evidente. O dejo que me acaricies, la piel todo lo despierta. Pasas un dedo por una superficie en la que las cicatrices de la infancia se han borrado casi por completo.
Me miro en el espejo y veo otra clase de marcas: hace mucho tiempo intenté imaginar el día en que podría observar en mi reflejo el transcurso de la vida. Ahora puedo hacerlo: veo el rastro de los dolores y la prueba de la risa; las ojeras preocupantes de la escuela y el trabajo, la duda estacionada a la mitad de mi frente. Son apenas esbozos, pero puedo ver claramente lo que seré en algunas décadas.
Me sirvo más vino y escucho hablar a la cantarina que dibuja. Me deja atónita con una verdad, sorprendente por simple: el cuerpo que tenemos es el mismo que tuvimos, el mismo que tendremos. Me dice, nunca somos niños, somos como ancianos en proceso de serlo.
Eso creí siempre, pienso mientras me río por dentro, esta mente sombría y aferrada a las sensaciones siempre ha sido la de una anciana pesimista que busca pruebas con qué refutar sus augurios oscuros, que a veces se distrae con la fantasía de ser aún joven, de amar y moverse, mientras siente el vértigo que provocan los recuerdos: qué cerca parecen, pero qué lejos están.