Y cantábamos a través de los kilómetros. Ibas muy rápido pero no importaba, la velocidad se pierde si desaparecen las referencias, todo era azul y ocre en el camino. Pasaban canciones extrañas, rolas conocidas, intercambios de palabras diluidos en un rodar escandaloso. Perseguíamos a sol, tratando de llegar con él a casa, felices y lúcidos después de haber dormido tantos días en el silencio.
Y sonreías. Fuera del mundo, por fin en el mundo, no tenías nada más que esa alegría gritona al volante, contento de tener un copiloto para encenderte los cigarrillos, darte de beber y cambiar al siguiente track. Nos mirábamos de reojo, hablábamos poco, nos mostrábamos los dientes uno a otro. Porque tú me llevabas y yo transcurría en silencio llenándome los ojos recién comprados de cosas sin nombre.
Y sin duda fueron horas buenas. Porque volvíamos a la realidad para encontrarnos con el tercero de nuestra historia en una cita a la vieja usanza, sin celulares ni correos electrónicos, hecha mucho tiempo atrás y cumplida con ilusión.
Y mientras tanto eras fuerte; yo tranquila observadora. No te temblaban las manos, no dudaste una sola vez. Preciso y hermoso, dueño del camino eras, dejándome todo el aire para flotar la nueva nitidez, las montañas atravesadas por los ojos, cada una de las nubes con una silueta precisa, mi añoranza de un mundo viejo, hecha realidad gracias a ti. Disfrutabas, lo sé, tanto como yo.
Y entonces encontramos esa fila enorme de autos quebrando el camino. A nuestro corcel le costó frenarse y quedar inmóvil en aquella caravana, pero tuvo que hacerlo. Dejamos de ser ángeles y nos convertimos en curiosos, que después de diez minutos se bajan a buscar el inicio del conflicto, en un intento estúpido pero lógico por deshacer el nudo que nos amarró sin previo aviso al piso.
Y nos aferramos a la música, nos resistimos a iniciar la conversación que sabíamos que habíamos de sostener mientras esperábamos a que algo reanudara el maravilloso orden de aquella huída, tan de golpe como había sido interrumpida.
Y pusimos la radio, buscando una respuesta para no hacer conjeturas. Y escuchamos una débil frecuencia con noticias y comerciales locales. De pronto ruido y algo claro: el sonido de una película infantil, el diálogo de una princesa con un escudero. Nos miramos otra vez, ahora de manera diferente.
Y empezamos a conjeturar: esto era imposible, en medio de una frontera, en medio de una fila de autos, en medio de una aventura, un regreso y un amor, este diálogo imposible de Cenicienta, Blancanieves o la Sirenita. Lo descubrimos, al cabo de unos minutos. Era una camioneta enorme y moderna con televisión que interfería en nuestra antena. Desilusionante, hubiera sido mejor ignorar por siempre y seguir imaginando.
Y pareció como el final de algo. Poco a poco se disolvió el embotellamiento, provocado por una mala señalización en semana santa, y volvimos a la velocidad. Pero se hizo de noche, el sol nos dejó atras, el cansancio nos invadió y las canciones se empezaron a repetir. Seguíamos en silencio pero era un silencio diferente, lleno de dedos que tamborileaban y miradas barriendo la oscuridad de reojo.
Y llegamos a nuestra cita exhaustos, no nos alcanzó el tiempo para celebrar y al final nos fuimos a la cama rumiando la tristeza de la ciudad, esa helada casa llena de ruido y luces, todas con nombre y apellidos.
Y sin embargo, volamos esa tarde, ¿lo recuerdas? Yo todavía siento las cosquillas en los pies.
Y sonreías. Fuera del mundo, por fin en el mundo, no tenías nada más que esa alegría gritona al volante, contento de tener un copiloto para encenderte los cigarrillos, darte de beber y cambiar al siguiente track. Nos mirábamos de reojo, hablábamos poco, nos mostrábamos los dientes uno a otro. Porque tú me llevabas y yo transcurría en silencio llenándome los ojos recién comprados de cosas sin nombre.
Y sin duda fueron horas buenas. Porque volvíamos a la realidad para encontrarnos con el tercero de nuestra historia en una cita a la vieja usanza, sin celulares ni correos electrónicos, hecha mucho tiempo atrás y cumplida con ilusión.
Y mientras tanto eras fuerte; yo tranquila observadora. No te temblaban las manos, no dudaste una sola vez. Preciso y hermoso, dueño del camino eras, dejándome todo el aire para flotar la nueva nitidez, las montañas atravesadas por los ojos, cada una de las nubes con una silueta precisa, mi añoranza de un mundo viejo, hecha realidad gracias a ti. Disfrutabas, lo sé, tanto como yo.
Y entonces encontramos esa fila enorme de autos quebrando el camino. A nuestro corcel le costó frenarse y quedar inmóvil en aquella caravana, pero tuvo que hacerlo. Dejamos de ser ángeles y nos convertimos en curiosos, que después de diez minutos se bajan a buscar el inicio del conflicto, en un intento estúpido pero lógico por deshacer el nudo que nos amarró sin previo aviso al piso.
Y nos aferramos a la música, nos resistimos a iniciar la conversación que sabíamos que habíamos de sostener mientras esperábamos a que algo reanudara el maravilloso orden de aquella huída, tan de golpe como había sido interrumpida.
Y pusimos la radio, buscando una respuesta para no hacer conjeturas. Y escuchamos una débil frecuencia con noticias y comerciales locales. De pronto ruido y algo claro: el sonido de una película infantil, el diálogo de una princesa con un escudero. Nos miramos otra vez, ahora de manera diferente.
Y empezamos a conjeturar: esto era imposible, en medio de una frontera, en medio de una fila de autos, en medio de una aventura, un regreso y un amor, este diálogo imposible de Cenicienta, Blancanieves o la Sirenita. Lo descubrimos, al cabo de unos minutos. Era una camioneta enorme y moderna con televisión que interfería en nuestra antena. Desilusionante, hubiera sido mejor ignorar por siempre y seguir imaginando.
Y pareció como el final de algo. Poco a poco se disolvió el embotellamiento, provocado por una mala señalización en semana santa, y volvimos a la velocidad. Pero se hizo de noche, el sol nos dejó atras, el cansancio nos invadió y las canciones se empezaron a repetir. Seguíamos en silencio pero era un silencio diferente, lleno de dedos que tamborileaban y miradas barriendo la oscuridad de reojo.
Y llegamos a nuestra cita exhaustos, no nos alcanzó el tiempo para celebrar y al final nos fuimos a la cama rumiando la tristeza de la ciudad, esa helada casa llena de ruido y luces, todas con nombre y apellidos.
Y sin embargo, volamos esa tarde, ¿lo recuerdas? Yo todavía siento las cosquillas en los pies.