No cierres
los ojos:
evita
el
esfuerzo de abrirlos otra vez.
Permanece
inmóvil,
respira
despacio
y mira
la luz
amarilla
que
dejamos encendida
para no
tropezar con nuestros sueños.
Imagina
que somos
fugitivos:
el enemigo
se acerca,
invisible
y cruel,
hace que
tus miembros pesen
y que tus
pulmones oprimidos
se
colapsen por el miedo.
Como este
calor
que nos
hace poner barricadas
para que
el sol se quede afuera.
Huimos de
las calles sin sombra
para
prevenir el colapso
que mata a
los ancianos
con piel
de papel y sueño fácil.
Y entre
los dedos hilvanamos
el hilo de
cualquier conversación
que nos
mantenga en la terraza
con una
jarra de cerveza
mientras
las horas pasan.
Hasta que
se termine
otro largo
día de trece horas
y volvamos
a la madriguera,
pegajosos
y casi inconscientes,
desalentados
porque las
entrañas de la casa
están
cargadas de energía,
se han
cocido al vapor que entró por las rendijas
y tenemos
que dormir
en este
cuerpo blanco que agoniza.